CAPITULO 1 - #1

Capítulo 1: De Una


#1 Aburrido 




Dibujo de Dinoman / Pintado por Mauricio Martinez

¿Quién soy? Soy Franco, un tipo de 25 años que vive en un país donde nunca pasa nada interesante, nada emocionante, nada del otro mundo, por así decirlo. Vivo en la República Oriental del Uruguay, el país más aburrido del mundo, para el bien de todos y la monotonía de muchos. Para ser más exacto, vivo en el departamento de Salto, en la ciudad capital, la cual tiene el mismo nombre. Trabajo en un parque acuático ubicado en un complejo termal denominado Termas del Daymán, junto al río homónimo, a nueve kilómetros de la ciudad.




¿Exactamente a qué me dedico? Pues me dedico a limpiar baños; desperdicio ocho horas diarias entre el excremento de la gente bien remunerada que puede disfrutar de estas instalaciones de manera divertida y despreocupada, a diferencia de mi, que hace dos años que veo mierda de todo tipo y esencia. Y aunque acostumbrado, tal vez no estaba preparado para el tipo de mierda que se aproximaba a mi ya preocupante vida.

Todo comenzó ese día, rutinario como siempre. Me encontraba yo limpiando el piso para que de tanto en tanto entrara alguien y me lo volviera a ensuciar. Entre mis rabietas silenciosas note a una persona en particular, la cual de pronto se arrodilló y comenzó a vomitar. Más preocupado por el piso recién lavado que por el individuo en sí, me acerqué y le pregunte si estaba bien, más que nada por mera cortesía. En el momento en que termino de pronunciar la última sílaba, el individuo se da vuelta bruscamente y, todavía arrodillado, me agarra de las piernas, dándome un enorme susto, el cual fue aún mayor cuando me di cuenta de que estaba intentando morderme. Apenas pude reaccionar para darle un rodillazo en la mandíbula, dejándolo tirado en el piso. Entre el vómito y la sangre que le salía de los oídos me dije a mí mismo “¡Renuncio!”. De repente se mueve, y mientras intenta levantarse corro y me alejo rápidamente, manoteando el lampazo apoyado contra la pared, y pienso mientras veía su rostro desfigurarse: “¿No será un…? ¡Imposible!”. Pero no podía ser otra cosa; todos alguna vez vimos en las películas a esas extrañas criaturas podridas que muerden con mucha fuerza y que alguna vez fueron humanos. No había duda alguna, era un muerto vivo: un zombi, como los llaman.

El zombi, ya de pie y chorreando baba, me mira y comienza de pronto a caminar hacia mí. No tuve tiempo de huir por el espacio reducido, y mi primera reacción fue pegarle con el lampazo en la cabeza, tan fuerte que éste se quebró en dos. Cuando la criatura cae, logro clavarle la mitad puntiaguda que quedaba del lampazo en medio de su cráneo blando, previamente abollado por el impacto recibido.

Podría decir que fue asqueroso, pero no más que lo que vivía diariamente en estas instalaciones. Mientras me recuperaba del shock, pude notar los gritos desesperantes de la gente fuera del baño, y al asomarme a la puerta vi como huían escandalizados de turistas, familiares y mis propios compañeros de trabajo ya convertidos en esas criaturas. Entonces no tuve duda alguna: zombis por todo el parque, una epidemia de muertos vivos. Tenía que salir ya de ahí. Aunque dudé, agarré con firmeza la mitad puntiaguda del lampazo y corrí abriéndome paso entre zombis de todo tipo: hombres, mujeres, niños, gordos, flacos; cuando se me atravesaba alguno, le clavaba el palo en la cabeza, se lo sacaba y seguía corriendo.

De alguna manera logré llegar a la sala de seguridad sin que me tocaran, pero no sin antes dejar caer la puntiaguda estaca en el camino gracias a un momento de torpeza. Era una habitación de cuatro por cuatro donde tres de las paredes eran ventanales de vidrio, no muy segura ¿verdad? De cualquier forma, era el lugar más cercano que tenía, y ya con anticipación había esperado encontrar algo en especial ahí dentro, cosa que buscaba desesperadamente mientras las criaturas se amontonaban fuera de los ventanales.Por suerte encontré lo que buscaba: el revolver calibre veintidós. Era mi mejor opción por el momento, aunque para mi mala suerte, sólo contaba con las balas del tambor; no había munición por ningún lado. De todas formas lo tomé, y también dos palos de golf que había en un rincón.

Era el momento, el momento de huir del parque; ya no podía quedarme ahí, las criaturas me rodearían en cualquier momento y no tendría salida. No podía dudar. Me tomé un momento para concentrarme, y una vez que me llené de adrenalina, abrí la puerta de una patada derribando algunos zombis que intentaban entrar. Para mi suerte, estas criaturas son totalmente estúpidas.

Con el revólver en la cintura, salí sacudiendo con fuerza los palos de golf en todas direcciones, despedazando piernas y brazos de que interrumpían mi paso mientras corría hacia la entrada. Vi entonces algo que no esperaba: de pronto todo se oscureció para mi, el mundo se me vino abajo; a casi veinte metros de distancia, exactamente interponiéndose en la salida del parque, estaba él, “El Oso”. Se trataba de un compañero de trabajo al cual llamábamos así; no sólo por su tamaño, midiendo casi dos metros de altura, sino también por su fama de comer todo lo que encontraba, llegando a revolver los tachos de basura en busca de restos cada vez que el parque cerraba. Ahora estaba infectado. No medía dos metros sino tres y su musculatura se había desarrollado de manera abominable. En su rostro dos expresiones luchaban entre sí por aflorar, oscilando entre el enojo y la estupidez. Me observaba de manera curiosa, como con hambre.

Dejé caer los palos de golf; no por miedo, a pesar de estar aterrado, sino porque sabía que no serían suficientes para derribarlo, si es que eso era posible. Saqué el revólver de mi cintura y apunté directamente a su cabeza; la bestia gritó de una manera tan estruendosa que tuve que taparme los oídos para evitar que me sangraran los tímpanos. Mareado por el aturdimiento le apunté otra vez, y noté que comenzó a correr eufórico, devastando todo a su paso, incluyendo a las otras criaturas, las cuales eran minúsculas a su lado; volaban pedazos de zombis por el aire. Cada pisotón me hacía perder el equilibrio, y el terror recorría mi cuerpo al ver ese enorme monstruo venir hacia mí. Disparé una vez. Fallé. Más se enojó. Quince metros. Disparé otra vez. Le di en el brazo derecho. Diez metros. Otra en el pecho. No se detenía. De pronto estaba sobre mí, y cuando pensé que todo había terminado, otro aterrador grito salió de su garganta, y la bestia cayó sentada en el piso delante de mí. La estaca, el palo puntiagudo, se lo había clavado en el pie y aullaba de dolor. Rápidamente me acerqué y descargué lo que quedaba del revólver en su cabeza, derribando al oso a mis pies. Chau, osito.

Corrí hacia la entrada del parque entre los mutilados zombis, que anteriormente tuvieron la mala suerte de ponerse en el camino del grandote.

Una vez fuera, ya pensando en cómo iba a volver a la ciudad (correr nueve quilómetros no era una opción), me di cuenta de la cantidad impresionante de criaturas recorriendo las termas. El repentino apocalipsis estaba en todas partes. La gente corría, los zombis corrían. Cuando quise acordar, yo también corría, sin saber a dónde intentaban llegar los sobrevivientes. Entonces supe cómo iba a volver a casa: en ómnibus, como todos los días cuando terminaba de trabajar. En ómnibus, el maldito ómnibus. Entre setenta personas apretadas como sardinas en lata, y como todos los días no llegaría a tiempo para conseguir asiento.

Veía como la gente se amontonaba en la parada alrededor del ómnibus, luchando entre sí para ver quien subía primero. Faltando pocos metros para llegar, me topé con una chica atrapada en un auto, el cual estaba rodeado de muertos vivos en sunga, los cuales trataban de abrirlo para llegar al manjar que había en su interior. Era sinceramente hermosa: cabello negro y lacio que apenas le llegaba a los hombros, sus ojos eran verdes. Su expresión era de un terror absoluto, mientras se imaginaba dónde la iban a morder primero.

“Tengo que salvarla” me dije en voz alta. Envuelto en la estupidez humana de los instintos más bajos corrí hacia ella, con el revólver sin balas en mano, lanzando tiros de aire a las inmutables y encarnizadas criaturas. Lancé la propia arma en sí, atinando a la cabeza de una de ellas, quien me miro rabiosa y gritó, alertando al resto de sus “compañeros” zombis.

Mientras notaba, sorprendido, la primitiva comunicación que lograron, ya tenía a todos persiguiéndome en una carrera, la cual lideraba a duras penas, ya que por unos centímetros no me pisaban los talones o me arañaban la espalda.

“¡PUM! ¡PUM!”, o como sea el ruido que hace un escopetazo al aire. Me caí al piso y mis persecutores fueron desmembrados en el acto por la fuerza policial, que arribaba la zona en el momento justo. Entre las camionetas y la lluvia de escopetazos, fui rescatado en el momento justo. A continuación, uno de los policías me llevó a la parada de ómnibus para la evacuación inmediata.

Miraba para todos lados y no veía la chica, esperanzado de que hubiera logrado salir del auto y llegado hasta aquí, para darme las gracias por mi heroico acto y tal vez un beso, ¿por qué no? Pero no la veía.

Noté que el ómnibus no arrancaba, y preocupado le pregunté al oficial a mi lado, pero no obtuve respuesta. También le pregunte por la chica dándole la descripción, pero no obtuve respuesta. Enojado le grité y fue cuando vi su en su rostro el shock que tenía al ver las hordas de zombis que se dirigían hacia nosotros. Volvió en sí rápidamente, me agarro del brazo, me empujó contra la puerta del ómnibus y me gritó que entrara; pero me mantuve firme y le pregunte nuevamente, necesitaba saber si la chica estaba a salvo. De pronto silencio absoluto. Un rugido de terror en el horizonte. Una última lluvia de escopetazos se concentraba en un solo lugar: había vuelto “El Oso”. Era imposible, pero ahí estaba. Venía hacia mí dando pasos agigantados. La policía usó todo lo que tenía, pero él no se detenía. Cuando reaccioné, estaba parado frente a mí, respirando sobre mi rostro. Oí como el ómnibus había cerrado sus puertas y ya emprendía la marcha, lejos de la parada. Mi patética vida pasaba delante de mis ojos. La criatura me observaba, pero yo paralizado no reaccionaba. Pasaron unos segundos hasta que el monstruo me olfateó. Luego me ignoró y siguió su camino.

“Luego de todo el destrozo y el festín que se hizo con los policías que intentaban detenerlo, para que ahora ya no estén entre nosotros, ¿se para frente a frente a mí y me ignora?”, pensé. Fue entonces cuando lo supe. Mientras se me disipaba la adrenalina del cuerpo me di cuenta que estaba herido. Estaba herido desde que salí del baño del parque, pero no era cualquier herida, corte, o moretón: era una mordida. Una mordida de zombi, del primer zombi que vi, del zombi del baño. Estaba infectado, ya no había solución. Por más que corriera y luchara, estaba perdido, era una hambrienta criatura más. Ya no pensé.

En ese momento la vi: en el ventanal trasero del ómnibus que se alejaba del caos que me rodeaba,caos del cual yo ahora formaba parte; totalmente shockeada, con sus manos apoyadas sobre el vidrio. Era la chica del auto.

 Dibujo de Dinoman



Escrito por: Mauricio Martínez

Edición: Fernando Benítez

Dibujo: Dinoman