Capítulo 1: De Una
#5 Muerto de calor
Dibujo de V.T. Abdala
Calor, mucho calor. Eso es lo que pienso siempre que me acuerdo de esa podrida ciudad. Por suerte ya no vivía allá, y ese día sólo andaba de paseo. Si no fuera por mi familia y amigos, no hubiera vuelto a pisar nunca más la mugrosa ciudad de Salto. ¿Por qué, se preguntan? Zombis. No me refiero a muertos vivos, al menos no en el sentido literal, sino a la gente que está viva pero parece muerta. Las únicas personas que están en este lugar y no son así, están atrapadas. Son gente que no puede salir, a las que algo las tiene atadas, ya sea el trabajo o mismo la plata: la cárcel del hombre. Pero esta historia no se trata de la plata, sino de los zombis.
Iba
yo re tranquilo caminando por calle Artigas, pensando en los 48º de
temperatura que estaban haciendo, cuando paso al lado de un viejo con
las compras en la mano. Cuando ya voy ganando bastante terreno, el
viejo se da vuelta para mirarme. Siempre hacen eso, como si uno les
fuera a robar o algo: esperan que les pases por al lado y se dan
vuelta a una velocidad muy lenta, realmente como zombis. Pero el
viejo de ese día no era cualquier viejo, tenía una particularidad.
Conforme me iba mirando, fui viendo que tenía la cara bastante hecha
pelota, como si lo hubiera mordido un perro grande o algo así, y
pedazos de carne colgando. Hice todo lo posible por no vomitar el
plato de guiso que había comido hacía media hora - guiso con 48º
grados de calor, una extraña costumbre de mi madre- pero no me dio
el tiempo. Con una velocidad imposible para una persona de su edad, e
incongruente para el movimiento anterior, el viejo suelta las bolsas
de las compras y se me tira encima.
En
fracción de segundos, me tragué el guiso que andaba por mi esófago
y salté hacia atrás para que el viejo no me alcanzara, casi
terminando en la calle. Un auto no me pasó por arriba de pedo. Sin
pensarlo dos veces, salí corriendo por calle Asencio hasta llegar a
calle Brasil. No paré un segundo durante esas tres cuadras, Usain
Bolt un poroto. “¡¡¡Un zombi!!!” pensé. “¡¡¡Un zombi de
verdad!!!”
En
ese momento, caigo en cuenta en donde estoy: Brasil y Asencio. Hay
una armería acá. Pateé la puerta, y todos me miraron sorprendidos.
Una mina ya estaba sacando el celular de la cartera, seguro para
llamar a la policía. Yo debería estar hecho un relajo, todo sudado,
la remera vomitada y con una cara de susto descomunal.
“Zombi...viejo...ayuda...arma!!”, fue lo único que pude decir.
Estaba en shock. Ahora en este momento pienso que si tan sólo
hubiera tenido un poco más de huevos, una tragedia se podría haber
evitado, aunque estoy siendo un poco injusto. Hoy soy otra persona,
he visto cosas que nunca habría imaginado nadie vería. Lo único
que hice fue atinar a agarrar una Beretta 9mm del mostrador, pero uno
de los empleados que estaba cerca mio me cazó del cogote y me tiró
al piso. Era un tipo grande, y era evidente que no estaba ahí sólo
para atender al público. La policía no tardó en llegar,
extrañamente. Cuando se la necesita, no viene nunca, pero en ese
momento era un estorbo.
Intenté
explicar mi situación al oficial que llegó, pero fue en vano. No me
creyó un carajo, como obviamente iba a suceder. Me esposó, y cuando
estaba a punto de sacarme de la tienda para meterme en el patrullero,
entra un tipo alto y flaco. Nunca vi un tipo tan alto en mi vida,
parecía salido de un creppy-pasta. Hacía movimientos erráticos,
como si estuviera en pedo, pero yo sabía exactamente lo que estaba
pasando. “¡¡¡Un zombi!!” grité. El milico me apretó con más
fuerza, mientras yo forcejeaba. Cuando el pelotudo fue a sacar la
cachiporra para calmarme, el zombi gigante se le tiró encima. No le
dio tiempo a reaccionar, y el cuello del cana terminó hecho jirones;
su cuerpo sin vida se movía todavía en el piso mientras el zombi se
lo comía. Aproveché esa oportunidad para escapar, ya que la gente
se distrajo con la escena, pero en el umbral de la armería me
esperaba el compañero del milico finado. Al verme esposado, y su
compañero muerto en el piso, no tuvo mejor idea que apuntarme a la
cabeza. “Hijo de puta, ¿qué le hiciste?” No le contesté nada
debido a la sorpresa. No tanto por lo del zombi, sino más bien por
el hecho de que había TERRIBLE bicho morfando a su amigo, pero no se
le ocurre mejor idea que apuntarme a mi. Me encontraba entre la
espada y la pared: si hacía el menor movimiento, el milico me fundía
los cesos, pero atrás mio tenía a Slenderman zombi amenazando con
comerme la cabeza. Pensé que me moría. Dicen por ahí que cuando
uno se está por morir recuerda su vida. ¡Qué mierda! Lo único que
pensé fue “Voy a morir en esta ciudad podrida a manos de gente
pelotuda o de un zombi”. Ya sea atraído por la conmoción o el
olor a sangre del policía tirado, apareció un zombie detrás del
cana que me tenía a punta de pistola y le mordió la parte superior
de la cabeza. Atiné a tirarme hacia un costado, ya que no podía
salir por la puerta, porque ambos me lo impedían.
Me
escondí atrás del mostrador, mientras la gente se enloquecía y
gritaba. Varios quisieron llamar por teléfono, pero fue en vano.
Detrás del zombi nuevo, otros empezaron a llegar. Lo único que me
importaba en ese momento era agarrar las llaves de mis esposas, que
estaban en el cuerpo del milico caído. Sólo me restaba esperar a
que no me vieran los zombis, y tomar alguna oportunidad de liberarme.
Pensé en mi familia. En mi madre, con su tienda de ropa. Pensé si
la estarían atacando en este momento. Pensé en mis amigos, en
Franco en el parque acuático, y el relajo que sería un brote de
zombis allá. Pensé en la gente de Salto, la cual pasaría a
convertirse en lo que siempre fueron: zombis. Zombis asquerosos,
zombis inmundos. Ahora lo único que cambiaría serían las reglas de
juego. Habría que sobrevivir. Era matar o morir.
Por
lo que en ese momento llamé suerte -ahora me doy cuenta haber muerto
allí habría sido un acto piadoso- la conmoción duró 5 minutos.
Los zombis mataron a troche y moche a todo ser vivo que había en el
local, y terminado el festín, se retiraron. El servicio de catering
finalizó, bien servidos, gracias vuelva pronto. Mi suerte -o
maldición, llegado al caso- no dejaba de abandonarme. El cuerpo del
cana estaba intacto, salvo por su cuello reventado. Me arrastré
hacia él, ya que las piernas no me respondían por el miedo, y con
la boca agarré la llave que le colgaba del cinto. Hice una fuerza
inhumana debido quizá al instinto de supervivencia, y arranqué el
llavero del cuero. Escupí la llave, con un dolor en el maxilar
inferior que por no se me fue por dos horas, y me arrastré hacia
ellas para agarrarlas con las manos. Después de unos 30 minutos, en
los cuales no entró ningún zombi a la armería, pude sacarme las
putas esposas.
Mi
primer arranque fue salir a la calle, no se si por impulso. Pero
después me di cuenta que estaba en una soberana armería. Y
precisamente, lo que iba a hacer era armarme. Agarré la Beretta que
no pude antes, de caliente y para sacarme las ganas, y le di un tiro
en la espalda al milico muerto que me había detenido. “¡¡¡POR
PUTO!!!” Al acordarme de ese momento, me dan ganas de volver al
pasado y darme un piñaso en la boca del estómago. Así es,
adivinaron: el milico se empezó a levantar. Era el zombi más
grotesco que me pudiera haber imaginado, o visto en la ficción.
Tenía la cabeza casi desprendida del cuerpo, y la misma le colgaba
hacia un costado. Pero yo tenía una Beretta 9mm. Le reventé la
cabeza sin pensarlo, y por la fuerza del impacto, salió disparada y
se estampó contra la pared.
Procedí
a armarme: dos Beretta y una escopeta de aire comprimido que guardé
en una mochila de caza que tenían en venta, la cual terminé de
llenar con balas y cartuchos, y un par de semi-automáticas por las
dudas. Salí de la armería. La ciudad ya era un caos. Los zombis ya
no eran una metáfora. En menos de una hora, la ciudad se convirtió
en un infierno. Infierno. Mirando todo el desastre, no se me ocurrió
otra palabra pero no por lo que estaba pasando, porque como dije,
sólo cambiaron las reglas de juego. Calor. Estaba muerto de calor.
Dibujo de V.T. Abdala
Escrito por: Fernando Benítez
Edición: V.T. Abdala
Dibujos de: V.T. Abdala